Todas las guerras dejan sedimentos
y caminos sembrados de apariencia.
En las cunetas siempre queda el hueso
y espacios escondidos en las sombras,
historias no contadas
y mucho norte sin andar,
perdido ya en el ácaro del polvo,
donde el recuerdo queda en la distancia,
en un surco formado de ceniza.
En todas las iglesias llegan vientos
de serrín y carcoma y sus pilares, pan de oro,
donde sus dueños quedan reflejados
como una mancha, como un desperdicio en el mármol,
retienen esa multitud de nombres
inertes ya,
como un telón echado para siempre.
Todas las guerras
atraen las moscas y esos campanarios
no se mueven pues quedan como ahogados,
como esperando que alguien los libere
de ese olor que adormece, de esos dueños
con uñas refinadas, enclaustrados en su urna.
Mientras, fuera,
un viento atrae el gas y el ocre.
Pero esa nube que se forma,
torbellino de barro cuarteado,
fragmentos de cristal en su veneno,
parece que molesta sólo
a los ojos que viven y respiran,
esos que siempre
abren cualquier cerrojo y su epitafio.