Largo es el camino del retorno. En él abundan el orgullo y la maleza.
Triste es la mirada del reencuentro, espesa y profunda, como una constelación, triste, aunque se vaya vestido con la ropa más blanca, aunque se agiten los pañuelos más perfumados.
Larga es la aventura y la distancia. El origen fue un día cálido donde el rojo reverberaba, y las risas brotaban, salpicaban al viajero, y las uñas temblaban, y el viajero se fue, con tierra entre las manos, un bolsillo lleno de luces y un camino abierto hasta la esperanza, sí, hasta la mentira.
Y ese sueño se forjó junto a la panza de un ternero esquelético y la soga rota de un padre cobarde. Ese sueño trajo bandadas de palomas, y sexo, y un mar de leche por recoger. El viajero se levanta, de sus axilas se desprenden multitud de flores amarillas. Y ya, a lo lejos, queda dibujada la curvatura del horizonte, y de la garganta de los cachalotes salen sonidos de despedida.
Y se va. Como equipaje, unos granos de mostaza. Las hormigas le devoran el negro de las uñas. Las cuerdas de las arpas vibran con el viento. El vacío.
Y se va. Y el viajero descubre que de las montañas bajan ríos de leche amarga, y las gentes se esconden bajo las sombras, y los caminos están sin barandas. Una multitud de meteoros deja líneas de humo en el cielo.
Larga es la distancia. Pasado el horizonte está el camino de retorno, un lago oscuro y una enorme niebla, y detrás, donde las pisadas quedan marcadas y las siluetas retenidas, siempre se desprende algo, el poso, la escarcha de la gélida cabellera de un cometa.
Y el viajero recuerda que su tierra es una costra, donde se pierde la lágrima y la saliva .
Caminar, siempre, para volver.
Ir para venir.