Siempre buscando la meta.
Siempre hacia delante,
atravesando viejas grietas y puntiagudas procesiones.
Siempre andando,
con estos zapatos tan pesados,
llenos de barros cuarteados y de historias imposibles.
Siempre queriendo ir más lejos,
más allá de las estrellas, o bebiendo del agua de los átomos,
con el libro de nuestra vida bajo el brazo.
Y siempre buscando el horizonte del destino
en una tierra que sabemos que es redonda,
donde el fin puede enlazarse con el principio,
como en una biografía.
Y siempre apaciguando el dolor del tiempo,
escondiendo los anillos que se van formando en nuestro árbol,
olvidando el fango que anega las arterias de la memoria.
Y nunca notar cómo vienen manipuladas las voces del pasado,
que nos recuerdan continuamente lo que hemos sido,
la voz auténtica que nos pertenece,
nuestras manos y nuestro aliento,
nuestros milenios acumulados.
Y no saber que la meta ya es pasado, que no olvido,
y no querer renunciar a ese destino,
tan borroso, pero invariable,
siempre camuflado entre la humareda de la lámpara,
entre estos dedos, ya deshilachados, de tanto mercurio y nicotina,
perdido, para siempre, en el epicentro de un horizonte.
Y nunca notar esa presencia,
esa sombra que creemos ajena,
que se ríe de nuestras miserias,
y se viste con retales, con los trozos de memoria olvidados en el tiempo,
y no notar que esa sombra,
esa vida que quedó inmortalizada con el primer llanto,
sigue ovillando, imparable,
los caminos que nos llevan a esa meta,
oculta en un mar de dudas, bajo el manto de un tiempo ya gastado.