En Selfoss el niño pelea contra la madre por cien gramos más de golosinas. El niño de ocho años y ocho kilos de más quiere, también, unos caramelos de colorines donde cada color es como un lápiz integrado en el caramelo, retorcido y alineado al color o lápiz de al lado, serrados a tamaños idénticos, no muy grandes. Es viernes y la tienda está medianamente concurrida, no sólo para comprar chucherías pues en Selfoss las tiendas son multicomplacientes, pequeñas, y venden casi de todo por lo que es imposible, por su tamaño, tener un orden lógico de los productos.
En Brooklyn hay una librería pequeña aunque tiene todo tipo de libros, todos apilados por el suelo pues los estantes hace tiempo que están llenos. Aquí tampoco existe un orden lógico para los libros. Suele ser frecuentada por dos tipos de personas, las que ya saben lo que quieren, que buscan al dependiente para hacerle directamente el pedido, y las que no, que normalmente acaban comprando más de lo previsto. Muy parecido a lo que ocurre en las tiendas de Selfoss donde también hay un pequeño hipermercado, pero allí las chucherías no las venden a granel. Se han de comprar varias bolsas pues cada una trae sólo un modelo, sin embargo al no haber muchas donde elegir se pierde en variedad.
En Selfoss no hay demasiada diversidad humana. Seguramente influya la lejanía con respecto a los meridianos y el clima tan frío, aunque no es muy distinto a Brooklyn, unos -1 grados en enero y unos 12 en julio de media. Allí la gente es blanca pues nunca existió la esclavitud, al menos la africana, la oficial. Eso ha afectado a la uniformidad en los colores y en el tamaño de las personas. Eso ahora está cambiando por el tema del boom inmobiliario; cuando falta mano de obra da lo mismo el color. No hay rascacielos, eso sí es distinto a Brooklyn, donde además existe un puente que podría llamarse del suspiro por la cantidad de enamorados que se han lanzado. Una vez el puente estuvo cortado al tráfico esperando la decisión de una pareja que quería lanzarse a las aguas del East River. Finalmente la madre de la chica la convenció prometiéndole que la dejaría hacer con su vida lo que quisiera. Ella, al escuchar eso se apartó del filo del puente aflojando la mano de su supuesto novio y volvió junto a la madre. El supuesto novio tardó algo más de tiempo en retroceder, pero finalmente lo hizo, aunque después no vio a su madre entre la multitud. Hubo una época en la que las parejas dejaban notitas de amor que escondían entre los huecos de los hierros. Esa moda ya pasó pero las notitas siguen allí. Nadie las toca pues suelen decir cosas muy aburridas. Prometen amor eterno y cosas parecidas, improvisadas por la calentura del momento, o sea, poco razonadas, aunque al ser una promesa entre dos, sin testigos, el valor legal es más bien escaso, sólo moral.
En Selfoss también construyeron un puente que con el tiempo se derrumbó. Levantaron otro. Allí nadie se suicida, seguramente por qué nadie se pararía por impedirlo y, eso sí, el agua es más fría. Cruza el río Ölfusá y hay una taberna en cada orilla. En estos sitios las tabernas y las iglesias suelen estar llenas aunque el que va a la taberna no suele ir a la iglesia. En la taberna de la orilla izquierda del río Ölfusá, mirando en la dirección de la desembocadura, suele pasar las tardes el padre del niño de las golosinas y también sufre un cierto sobrepeso. Trabaja a unos 30 kilómetros del centro de Selfoss y a unos 31 de la taberna.
En Brooklyn, en cambio, no es necesario pasar las tardes en las tabernas. Pasan más cosas en el puente; cada día pasan cosas. La más importante para Silverio es que su bisabuelo murió aplastado por un cable de acero más gordo que su brazo, mientras trabajaba en la construcción del puente. Su nombre no forma parte del total de 27 muertos oficiales. Era una de tanta mano de obra no registrada y también era negro. Wilson es hijo de Silverio y siempre tiene los labios rojos por las piruletas y aún no sabe que su madre pronto cobrará una pensión de su gobierno y, cuando sea mayor, su madre le dará una abollada placa en la que podrá leer el nombre de Silverio, su padre.
En Selfoss el polvo siempre es marrón, es tierra de volcanes. Brooklyn es tierra de rascacielos.
Selfoss lleva unos días envuelta en polvo marrón. La gente apenas sale, excepto a la taberna o a la iglesia. Como es viernes, también están las tiendas medianamente concurridas. Parece que ese polvo estropea los mecanismos de los aviones aunque al niño gordito de momento le es indiferente. Su única preocupación es conseguir 100 gramos más de golosinas, de esas retorcidas como lápices.
El polvo en Brooklyn fue de otra naturaleza. Tenía otro aspecto, como gris lechoso, y también paralizó todos los aviones, incluso millones de miradas. Los ojos de Silverio fueron unos de tantos. Ahora está más preocupado en sortear baches y en no asomar la cabeza por la tanqueta. Él ya es famoso al conseguir que despidieran a su General de División. El juicio fue por acoso moral y sexual y lo ganó por unanimidad del Consejo. Ahora está destacado cerca de Kandahar. Él, como su abuelo y su padre, es negro, en cambio el General es blanco y su mujer le ha pedido el divorcio aunque nunca han hecho vida conyugal. Silverio siempre lleva en la boca un pañuelo y los ojos protegidos con unas gafas, para el polvo.
Por megafonía dicen que el servicio de metro queda interrumpido, pero nadie presta atención, excepto la mirada de un niño buscando el sonido, dirigida hacia el altavoz. Los viernes el andén suele estar medianamente concurrido.
La línea 3 del metro lleva un tiempo que se ha puesto de moda para el suicidio.