viernes, 31 de agosto de 2018

POEMA DE MARIO MÍGUEZ




ASTROS

EN el punto más alto de la noche
tendido cara al cielo del verano
aquí, sobre la hierba fría,
bajo el inmenso cuerpo
de este cielo desnudo de sus ropas de luz
que al fin muestra, bellísimas,
las incontables luces de su piel,

cómo me tiemblan ávidos los ojos, desbordados
de esa hermosura virgen que no conoce número,
sin poder abarcar cada mirada
nada más que una parte, pero siempre excesiva,
y cómo defendiéndose mi mente
para no enloquecer crea constelaciones
fingiendo dar un orden al vértigo de estrellas.

Astros, astros: sin límites, sin fondo.
Qué embriaguez de destellos, de mínimos fulgores.
Qué intensa sugestión de infinitud…
Lo sé: ni en esencia ni en cifra
puede haber infinito en esos astros;
ellos únicamente
con majestad señalan lo infinito
y hacia su puerta avanzan, sin jamás alcanzarla,
y tan sólo el espacio, como glorioso arquero,
dispara con sus flechas más allá del umbral
a un blanco que ignoramos.

Astros: misteriosas esferas
de fuego, y misteriosas
esferas frías. Astros: plenitud de lo intacto,
y lo único visible cuya imagen
es silencio perfecto.
¿Qué cosa entre las cosas que enmudecen
y en todo cuanto vemos callado en nuestro mundo
sería jamás capaz de igualarlo?
¿Y no es este silencio el que podría
conducirnos más allá de nosotros,
ya sin lugar, sin centro, sin angustiada búsqueda,
hacia un estado puro, verdadero, posible?

Sí, yo deseo más,
deseo más aún,
más astros, más espacio,
quiero todos los astros en mis ojos, en mí,
quiero todo el espacio sin límites, sin fondo:
deseo ir hacia él
y alcanzarlo, ganarlo, conquistarlo
definitivamente…

                            Y de súbito el cielo
adquiere en mí la forma del terror:
detiene el corazón por un instante.
Yo sé que mi terror puede medir
lo que mide mi vida. ¿Qué sucede?
¿Cómo es que ahora el cielo de la noche
iguala la medida de mi vida?
Me hace daño. Está hiriéndome.
Apenas soy capaz de sostener
una sola mirada…

Pero entonces percibo con claridad mi error:
pues todo lo indecible,
aquello que en su signo sobrehumano
nos es ajeno incalculablemente,
se comporta de un modo
distinto por completo a aquel que espera
seguro de sí mismo nuestro espíritu.
En vano es querer ir hacia ese espacio,
porque él está viniendo
sin pausa alguna, siempre, hacia nosotros;
pero sólo en quietud
si aceptamos humildes nuestro límite
podemos recibirlo.

Derrotado, me entrego. Sólo debo esperar…

Y ya en sosiego siento
cómo hacia mí se inclina el rostro de la noche
y su boca intangible cede aliento a mi boca.
De otro modo mi pulso estallaría,
el exceso de espacio podría destrozarme,
el cielo en ese instante me habría destruido.

No fue así. Ahora somos uno:
ya serena la noche
circula libre y lenta por mi sangre.


         de “Difícil es el alba” Editorial Renacimiento, 2018



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