lunes, 1 de noviembre de 2021

DÍA DE DIFUNTOS

                                     Foto de un servidor


EL CIPRÉS

 

EN cuanto las campanas de la iglesia

repiquen al compás de un corazón

que se nos fue -aunque su latido exiguo

persista en un bombeo infructuoso-,

sabrá el ciprés que en un instante apenas

un deambular de almas apagadas

vendrá arrastrando a paso corto y lánguido,

en susurros, sus cuerpos fatigosos

por la senda que llega al cementerio.

Hará un receso el séquito a los pies

del árbol servicial que, dócilmente

y atento al sentimiento colectivo,

inclinará su tronco, honrará al cortejo,

mostrando así su más sentido pésame.

 

Pero no mira nadie a este ciprés.

Pasan de largo. Piensan en sus cosas.

 

Es tal vez miedo más que reverencia

la marcha cadenciosa de la gente

parapetada tras el frío féretro.

 

Qué culpa tengo yo, murmuran todos.

 

Socavan cada tarde las campanas

la hondura del vació que la muerte

deja en los vivos. Siempre resonando.

Es como el retumbar de una cadencia

que no termina nunca. Es un suplicio.

 

Cuando la comitiva pasa justo

delante de su persistente sombra

dice el ciprés bien claro, a su manera:

tranquilos, no sufráis por el muerto;

custodio este lugar, soy su guardián

y os digo que no hay noche que no escuche

entretenidas charlas, chistes, risas

tras esos muros que os parecen lúgubres.

 

Pero no atiende nadie a este ciprés.

 

Absortos como están siguen su marcha

sin levantar la vista más allá

del polvo que sus peregrinos pies

levantan al andar ensimismados.


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