EL CIPRÉS
EN cuanto las campanas de la iglesia
repiquen al compás de un corazón
que se nos fue -aunque su latido exiguo
persista en un bombeo infructuoso-,
sabrá el ciprés que en un instante apenas
un deambular de almas apagadas
vendrá arrastrando a paso corto y lánguido,
en susurros, sus cuerpos fatigosos
por la senda que llega al cementerio.
Hará un receso el séquito a los pies
del árbol servicial que, dócilmente
y atento al sentimiento colectivo,
inclinará su tronco, honrará al cortejo,
mostrando así su más sentido pésame.
Pero no mira nadie a este ciprés.
Pasan de largo. Piensan en sus cosas.
Es tal vez miedo más que reverencia
la marcha cadenciosa de la gente
parapetada tras el frío féretro.
Qué culpa tengo yo, murmuran todos.
Socavan cada tarde las campanas
la hondura del vació que la muerte
deja en los vivos. Siempre resonando.
Es como el retumbar de una cadencia
que no termina nunca. Es un suplicio.
Cuando la comitiva pasa justo
delante de su persistente sombra
dice el ciprés bien claro, a su manera:
tranquilos, no sufráis
por el muerto;
custodio este lugar,
soy su guardián
y os digo que no hay
noche que no escuche
entretenidas charlas,
chistes, risas
tras esos muros que os
parecen lúgubres.
Pero no atiende nadie a este ciprés.
Absortos como están siguen su marcha
sin levantar la vista más allá
del polvo que sus peregrinos pies
levantan al andar ensimismados.
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